En la mayoría de Escuelas de
Familias que imparto, independientemente del tema del que hablemos, es muy
normal que en los coloquios finalicemos dialogando o bien de motivación o de
límites y normas. “Nuestros hijos están cada vez más desmotivados, hacen un
poco lo que quieren porque no tienen límites claros”, son algunas de las
expresiones que escucho con mayor insistencia. Un gran número de familias nos
preguntamos: ¿qué podemos hacer? ¿Es culpa suya, culpa nuestra, culpa de la
sociedad o culpa del entorno? ¿O no es culpa de nadie? Tengo un gran interés en
estos dos temas, ya que condicionan gran parte del éxito personal y escolar de
nuestros hijos. El tema de la motivación va ser el eje central del artículo. Es
de sobra conocido que el no anhelar ir a la escuela o no querer estudiar son
estados naturales del niño, y que, por lo tanto, lo que hay que averiguar son
las razones o motivos que empujan a los niños o adolescentes que sí lo desean.
¿Qué les mueve? Quizás cuando podamos contestar a esta pregunta estemos en
condiciones de dar respuestas más válidas y satisfactorias.
La motivación me interesa tanto
porque se refiere al origen de todo lo que mueve al ser humano. Educadores,
familias, políticos, párrocos, vendedores, todos queremos conocer sus secretos.
“La esencia del hombre es el deseo”, escribió Spinoza. Tenía razón. Nacemos con
necesidades que se experimentan como deseos, y con un sistema neuronal de
premios y castigos que nos sirve para orientar nuestra acción. Los sentimientos
y las emociones forman parte de ese sistema de impulso y orientación. El viejo
Platón decía que el fin de la educación era enseñar a desear lo deseable, es
decir, educar la motivación. Y Rousseau tenía razón cuando en su ’Emilio’
afirmaba: “Despertad en el niño el deseo de saber, y ya no tendréis que
preocuparos de nada más”.
Vamos a reflexionar sobre algunas
cuestiones más prácticas y que tienen que ver con experiencias personales.
Piensen por un momento que son ustedes fumadores y desean dejarlo, o que
anhelan iniciar una dieta de adelgazamiento, o bien que ansían prepararse para
correr la media maratón; la respuesta que daríamos sería diferente si en los
dos primeros casos esto vendría impuesto o no por un médico. Independientemente
de ese condicionante, la verdad es que nos costaría trabajo, esfuerzo, el
conseguirlo. Pues lo mismo ocurre a nuestros hijos con el estudio, el orden, la
responsabilidad, etc. que les cuesta trabajo. Ese costar trabajo, esa cultura
de que hay que esforzarse para conseguir determinados objetivos está bastante
descuidada en los modelos sociales que nos presentan el triunfo. Esta es una de
las claves de la desmotivación de gran parte de nuestros hijos, ellos se
preguntan con asiduidad: ¿para qué esforzarse si se puede conseguir todo con
facilidad?
Todas las personas necesitamos
satisfacer deseos, algunos tan imprescindibles como pasarlo bien, sentirnos
queridos y ser reconocidos como personas valiosas. Tenemos la certeza de que la
mayoría de las actividades que hacemos durante el día no satisfacen precisamente
estas necesidades: asistir al cole, hacer deberes, memorizar lugares, ríos o
minerales, resolver problemas, ordenar, recoger, limpiar, fregar, comprar,
hacer cola, etc.; de ahí que las hagamos con desmotivación y muchas veces con
pereza. Por eso es importante educar a nuestros hijos en la creencia de que
aunque no tengamos ganas de hacer determinadas tareas debemos hacerlas de la
mejor forma posible. Estaríamos hablando de la educación del “deber”, del
sentido de la obligación y de la responsabilidad. Esta educación en el deber,
del sentido de la obligación, tiene para el futuro de nuestros hijos una carga
motivacional práctica muy positiva. Es evidente que conviene “motivar” al niño
o al adulto para que tenga ganas de hacer algo, pero también hay que enseñarle
que hay cosas que se tienen que hacer sin ganas, es decir, sin estar motivado.
Después de poner en juego todos los recursos del razonamiento o de la
seducción, la última línea de resistencia es “y tienes que hacerlo porque es tu
obligación”. Doy por hecho que la educación del deber tiene que ir acompañada
del pensamiento crítico para que no hagamos “deberes indebidos” y obedezcamos a
seductores indeseables.
Pero este tipo de educación exige
de nosotros el que actuemos como padres, que no eduquemos de puntillas, que no
tengamos miedo a lastimar, que procedamos con autoridad si es necesario.
Debemos ser padres sin complejos. Cada vez hay más psicólogos porque hay menos
padres. Conviene que recuperemos el sentido común, que ejerzamos nuestra responsabilidad
de ser padres.
Concluyo con una pequeña historia
de unos progenitores que preocupados por el poco tiempo que pasan con su hija
deciden ir a una juguetería y le piden al comerciante una marioneta que la haga
feliz, que la entretenga, que la ayude a crecer, que la haga más responsable,
solidaria, ordenada, etc. El comerciante después de escucharles con atención,
contestó: -“Lo siento, pero aquí no vendemos padres”.